Hacía frío cuando llegamos a Hoorn, en la provincia Noord Holland. Enero ha sido un mes blanco y gris, de muñecos de nieve, de canales y estanques helados, de retrasos en los caminos y sobre todo de un fanatismo por patinar. Hoy, además, el viento estaba presente dándonos golpes y enredándose entre los pliegues de los abrigos. Quienes no parecían tener dificultad con él eran las gaviotas. Atrevidas todas ellas, planeaban por calles y plazas anunciando la proximidad del mar. Sus gritos y el sonido del viento rompían la ecuanimidad de la ciudad y le daban un pálpito que la hacía ser diferente. Sin duda el mar ha tenido siempre un papel principal en la historia de Hoorn. Su favorable situación geográfica junto a las aguas abiertas del IJsselmeer, que favorecía el comercio marítimo, hizo crecer la ciudad con uno de los más importantes puertos de Holanda en el siglo XVII.
Hoy día todavía se puede ver este prestigioso y rico pasado de Hoorn. Quien pasea por el centro histórico de la ciudad siente el ambiente del siglo XVII gracias a los cientos de monumentos y al bien conservado trazado de las calles que data del siglo XIII. Los nombres de las calles, las fachadas de piedra, almacenes de mercancias y edificios notables mantienen en vida el recuerdo de entonces, de un tiempo de abundancia y desmedido lujo, opíparas comidas y cenas regadas por los mejores vinos importados de Francia, Italia y Alemania. Esta es una imagen algo romántica de la época, pues no hay que olvidar que estas riquezas estaban en mano de una parte de la población y que el resto vivía de una manera sobria, apropiada al carácter ahorrativo y calvinista del holandés. En lugar de vino, se bebía cerveza muy suave, que tomaban adultos y niños al no ser el agua lo suficiente saludable. En total se contaban unos 280 litros por persona, cuatro veces más que lo que se bebe hoy.
(Pilar Moreno )