“En 1896, una tarde, en un tren, llegué a Madrid. Entré a trabajar en un diario; trabajé reciamente; llegaba a la redacción a primera hora, cuando no había nadie; me retiraba con el alba. La retribución era escasa e incierta. No sé de qué modo podía vivir en Madrid; mi vida era austera y mi comer frugal. El Madrid de entonces era un Madrid abigarrado; su centro literario estaba en el café de Fornos. Las mesas de mármol de Fornos conocían las blancas cuartillas. Me vi precisado a volver al pueblo. ¿Qué iba a hacer yo en el pueblo? ¿De qué modo satisfaría mi vocación literaria? Pude volver a Madrid. Dos o tres veces repasé el camino de Madrid al pueblo y del pueblo a Madrid. Y cada vez que me veía recluido en el pueblo me embargaba una incertidumbre angustiosa. “Ya, definitivamente – decía yo -, no seré nada.” Amaba el pueblo; amaba las gentes del pueblo; amaba el campo. Pero ¿y la viva literatura? ¿Y la vida fecunda y varia de las redacciones y de los editores? No podía resignarme al fracaso. (…) Y volví, ahora ya establemente, a Madrid. La angustia de la incertidumbre había terminado (…) En 1902 publiqué mi primera novela, La voluntad; en 1903 publiqué la segunda, Antonio Azorín. (…) Ya podía yo vivir en Madrid, sentirme seguro en Madrid. La ruta de Don Quijote me había hecho popular; la Andalucía trágica motivó – en “El Imparcial” – una interrupción extraña, inesperada. Y pasé al “ABC”, cuando (1905) se estaba ya publicando, antes de salir a la calle, en probaturas tenaces, para el interior de la casa.”
Estas palabras de Azorín, recogidas en su libro Postdata, de 1959, me llevan hasta Azorín en el tiempo. ( José Julio Perlado)
Azorín en el tiempo. Por: José Julio Perlado.
El tiempo me hace subir las escaleras de la madrileña casa de Azorín (calle Zorrilla 21) donde murió aquel 3 de marzo de 1967. y el tiempo me empuja a darle mi pésame dolorido y sincero a su viuda, doña Julia Guinda, que estaba junto al féretro. Allí permanecí largo rato. El tiempo me lleva también a una pequeña biblioteca pública de una ciudad de provincias donde, años atrás, yo me sumergía en Azorín. Aprendía de él a aplicar los adjetivos, los “primores de lo vulgar”, la observación, la limpidez de la prosa. Aprendí de él el amor a los clásicos, “los clásicos redivivos”, “los clásicos futuros”.
El tiempo pausado me acompañaba por el campo de las lecturas en aquellos años de estudiante. Con Azorín me asomaba por un ventanuco de la literatura y veía escribir a Lope, a Garcilaso, mientras ellos no me veían. Con Azorín llevándome de la mano tocaba los muebles de las habitaciones y me preguntaba con sus mismas palabras: “¿tienen alma las cosas? ¿tienen alma los viejos muebles, los muros, los jardines, las puertas?”, y enseguida, “¿ qué son las cosas?… Todas estas cosas que están inmóviles en las vitrinas van a partir hacia la vida. ¿Cuál será el rumbo por el mundo? Todas estas cosas inertes bajo los cristales van a acompañarnos en nuestras alegrías y en nuestros dolores…Un mueble, un objeto anodino, una baratilla que vemos todos los días y a todas horas encierra tanta vida como nosotros mismos…No hay ninguna cosa vulgar, como no hay ningún ser despreciable.”
Así me quedé pensativo – envuelto en el tiempo – aquel 3 de marzo de 1967 mientras velaba el cadáver de Azorín rodeado por las cosas.