Cada vez con más frecuencia algunos periódicos incluyen una sección conjunta de ocio y cultura. Es una tendencia que se incrementa en todos los medios de comunicación. No parece casual. Vivimos un tiempo en que interesa que se hagan casi indistinguibles esos conceptos. Muchas manifestaciones culturales son, desde siempre, espectáculo. Y ocio. Lo que sucede es que el ocio, la distracción banal, va ganando terreno en contra de otras manifestaciones culturales tradicionalmente consideradas como más “serias”. Sobre la alta y la baja cultura han escrito – y discrepado – Vargas Llosa y Jorge Volpi recientemente. En La civilización del espectáculo, el Premio Nobel manifiesta su temor a la próxima desaparición de la cultura, en el sentido en que se ha entendido a ésta tradicionalmente. Muchos de los aspectos de su libro están, con una mayor proximidad a determinados análisis marxistas, en Guy Debord y su La sociedad del espectáculo que se anticipó en décadas a la banalización de la sociedad buscada en el fondo por el poder como medio de adormecimiento de los ciudadanos. No tan distante del Marcuse de “de la alienación de conciencia no hay forma de escapar”, del “hombre unidimensional”. Es de suponer que un cierto tipo de contracultura ha existido siempre, mucho antes de Baudelaire, incluso. Así, dialécticamente, a contracorriente, ha debido avanzarse culturalmente.
Pero, de cualquier manera, no todo lo nuevo mejora lo anterior, ni todo afán trivializador para acercar la “alta” cultura a los que no han tenido acceso a ella, resulta enriquecedor. Los cuentos están muy bien pero infantilizar a Shakespeare para facilitar su digestión no parece la mejor idea. Decía el tenor Alfredo Kraus que hacer versiones aligeradas y popourris de música clásica para aproximarlas al gran público era fascismo: no había que bajar el nivel de las obras sino subir el nivel de las gentes. Un analfabeto puede ser culto y sentir la poesía. Ante las manifestaciones artísticas no hace falta conocer todos los códigos para emocionarse. Gramsci opinaba que “todo el mundo es un intelectual, en toda actividad humana se emplea el intelecto”. De todas formas nos cuesta separar la cultura y la educación tradicional (entendida ésta como acumulo de conocimientos). Y el que posee más conocimientos goza de otra ventaja: puede elegir. Es más libre, menos manipulable. ( Miguel Mora).
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