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El Paisaje del verano en Juan Ramón Jimenez. Por : José Julio Perlado.

 

La línea roja del horizonte la transforma enseguida Juan Ramón en una estela de oro y la coloca sobre el verso del papel para que todos la contemplen. Vienen después, a primera hora de la mañana, las marismas suaves, un cabeceo de azules entre velas a las que acuden pájaros y pintores, a los primeros se les ve cruzar jugando como flechas, los segundos limpian con sus paños los pinceles. Poco antes del mediodía, elevándose el disco del sol, Juan Ramón vuelve a pintar de oro su poema, los pájaros se suman a los pinceles, los pinceles dibujan a los pájaros, los pinceles gritan entre nubes, los pájaros callan. Es la hora de las olas de Gil Vicente, olas de Góngora, olas de Lorca. El mar hierve muy poco a poco, aún no crepita nada en la olla del océano, un barco pasa por el pincel y aprovechando su recorrido el pincel lo pinta. Toda la pintura de ese barco que pasa la contempla una algarabía de niños, brazos que señalan el azul. Las madres explican desde la arena cómo el barco avanza entre pinceles, y cómo los pájaros señalan en el aire su camino ( José Julio Perlado).









El Paisaje del verano en Juan Ramón Jimenez. Por : José Julio Perlado.

 Es la hora de los pájaros de Berceo, palomicas sobre la mar, la hora de Garcilaso. Un ruiseñor se asoma a ver qué ha escrito en el papel Juan Ramón pero el sol no le deja: el sol ciega los ojos de Juan Ramón y el oro refulge en el poema, el poema arde. El incendio del poema a mediodía lo ve un pescador desde lejos, es un pescador dibujado por Sorolla, los bueyes del mar le empujan agua adentro, pero él sigue mirando: nunca ha visto arder un poema, cómo las palabras se elevan en el humo, cómo los versos queman. Los versos ya quemados van dejando un olor sobre la playa que el pincel no sabe cómo pintar porque nunca ha pintado los olores. Pero el olor persiste. Los peces, asustados, brincan sobre las olas de las poesías y en las ondulaciones se ve la plata de los lomos que pintan los pintores, las crestas a las que acuden los pájaros. Pájaros que vienen desde Lope de Vega, pajarillos suaves, tortolillas de Meléndez Valdés, tórtolas más grandes de Tirso de Molina. Han pasado esta noche los pájaros durmiendo bajo el techo de Cancioneros antiguos y ahora sobrevuelan ligeros encima de pinceles de todos los matices, buscando libertad. La libertad es esta hamaca tendida en la que los poetas sueñan sus poesías. Va y viene esta hamaca en el aire, atada al aire, las dos cuerdas que la atan al aire vienen y van en la sombra del mediodía y el sol sigue en el verso de Juan Ramón. Ese cabeceo de la hamaca, ese cabeceo de las olas, difumina a los pájaros que parecen agitarse asombrados huyendo del pincel. Pero el pincel los persigue.

 Están todos los pintores en la costa con sus blancos lienzos extendidos, los lienzos apoyados en caballetes, los caballetes igual que un ejército mirando al mar. El ejército de los colores de la tarde dilata los malvas, va tiñendo de motas violetas las ropas de los niños que se alejan despacio con sus madres retornando a las casas. En las casas se enciende la primera luz en la ventana y la tarde huye. Se oyen lejanas unas canciones entre acordeones que abren y cierran los poemas, que cierran y abren pinceles y pájaros. Es la música somnolienta y nostálgica de las despedidas del día que se despide muchas veces, cada vez con una ola distinta, cada vez con  distinto rumor. El agua al pasar se ha hecho acordeón y la música resbala entre las piedras, lame el muelle, deja una espuma en cada escalón, desnuda la piedra. La piedra se va quedando poco a poco en penumbra, muy poco a poco, al lento ritmo con que se oculta el sol. El sol, en el horizonte del verano, parece ahora una línea delgada, la curva de un poema. Acaba entonces Juan Ramón su poema y desaparece el sol.

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