Traemos a Colaboraciones Originales al escritor Gonzalo Baeza. Nació en Texas, EE.UU. y creció en Santiago de Chile. Actualmente vive en Washington, DC. En 2012 publicará el libro de relatos La ciudad de los hoteles vacíos, a la que pertenece este cuento.
Alenarte Revista agradece especialmente a Carlos Salem la mediación para la inclusión en la Revista del texto, y al autor la generosidad del inédito.
El Semifondo. Por : Gonzalo Baeza.
Casi no reconozco a Manzur cuando me saludó esa noche en el Club México. Solíamos burlarnos de él por su enorme nariz, y al verla resaltar entre las sesenta o setenta personas del público, sonreí. Era como si llevase puesto uno de esos anteojos plásticos estilo Groucho Marx, con nariz y bigote incluidos. Su pelo, alguna vez rubio, se había vuelto blanco como una epidemia que se extendía hasta sus cejas. “Canoso a los 34”, pensé. Y yo que me preocupo cada vez que me cortan el pelo y veo caer mis canas sobre esos baberos gigantes de poliéster que usan en la peluquería.
“¿Cómo estás, perrito?”, me saludó. Me pregunté quién puede hablar así en pleno siglo 21. El uso de la palabra “perro” para referirse a un amigo me recuerda a esos tíos que trataban de hacerse los jóvenes y conversar contigo cuando eras niño. Sonaba impostado y es así como me parecía Manzur después de tantos años. ¿Me vería tan viejo como él? Después de todo, fuimos juntos al colegio e incluso soy unos meses mayor.
El Club México es el único lugar donde aún puedes ver boxeo en Chile, país con tradición de pésimos peleadores, carreras truncadas por el alcohol y biografías tipo Rocky Balboa, con la salvedad que acá nadie gana un título. Es una de esas construcciones de las que se suele decir que han visto mejores días, sólo que en este caso no es cierto. Siempre ha sido el mismo galpón iluminado por focos agonizantes, galerías con tablones astillados y un piso de madera rayado hasta perder el barniz. Al centro, un ring con las cuerdas sueltas y una lona que parece colchón matrimonial gastado.
Con Manzur fuimos compañeros de curso desde kinder, pero nos hicimos buenos amigos a los 16 o 17 años, cuando descubrimos la cerveza. Esa es otra cosa que no cambia en él. Debajo de su asiento tenía una pequeña hielera llena de latas de Cristal. Una de las gracias del Club México es que nadie te revisa al entrar. Les parece suficiente que pagues cinco mil pesos para ver dos horas de peleas amateur en asientos incómodos y te lo agradecen haciendo vista gorda a los bultos que el público lleva bajo la ropa.
Manzur siempre me ha recordado a Billy Tully, personaje de una de mis novelas favoritas, “Fat City” de Leonard Gardner. Tan desconocida como su autor, es el mejor relato sobre box que jamás he leído. Mejor que “Más dura será la caída” de Budd Schulberg, quien hace poco murió y cuyo obituario en The New York Times lo recuerda como un delator ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Mejor que esos cuentos de Cortázar como “Torito” o “La noche de mantequilla”. Mejor que los cuentos del F.X. Toole que Clint Eastwood llevó al cine, y mejor que esas novelas que el español Jorge Mallorquí publicó en los años 40 a través de la Editorial Molino de Argentina, historias con buenos y malos, boxeadores con los dientes perfectamente alineados, y nada de la sordidez que hace del box ese “teatro trágico” que describe Joyce Carol Oates, otra seguidora del deporte.
En fin, parece que me entusiasmé. El box es uno de mis hobbies y la literatura sobre el box una de mis obsesiones. ¿Qué por qué Manzur me recuerda a un personaje de novela? No sólo porque siempre le gustó el pugilismo, sino por su rápido deterioro. En la novela de Gardner, Billy Tully es un peleador venido a menos que sueña con rejuvenecer su carrera. Si bien Manzur no puede quejarse de cómo le ha ido en los negocios, pareciera que cada año que cumple hay que multiplicarlo por siete, como si fueran años de perro.
“Mira cómo te atiendo, huevón”, me dijo y abrió la hielera con cervezas. Por los parlantes sonaba “Eye of the Tiger”, la canción de la banda sonora de Rocky III. El Club México nunca se ha caracterizado por ser original. Por otro lado, nadie viene aquí a escuchar música.
Abrí mi lata y me eché hacia atrás. Delante de mí se había sentado un ex – ministro de Pinochet, el único tipo vestido de terno en el lugar. Me costó reconocerlo hasta que recordé esos ojos claros e inexpresivos cuando leía los cómputos del plebiscito. Yo tenía 13 años y ese día me quedé viendo televisión hasta tarde para saber quién ganaba, si el “Sí” o el “No”. En esa época estaba suscrito a la revista “Ring” y me llegaba con meses de retraso, cuando ya sabía los resultados de las peleas y las revivía a través de esas fotos en color tomadas en el momento exacto en que un guante conectaba contra la sien de un pugilista y las gotas de sudor saltaban por el aire, iluminadas por los focos de lugares como el Madison Square Garden o el Mohegan Sun de Las Vegas. Mi padre estaba suscrito a “Time”, y cada vez que venía un artículo sobre Chile, la copia nos llegaba con la página arrancada, seguramente el trabajo celoso de un funcionario de aduanas.
Por suerte, el ex – ministro era bajo y no me tapaba la vista. La noche partió con un preliminar peso mosca pactado a cinco rounds entre Miguel “Pacman” Huamán y Elmer Ojeda. No había oído hablar de ninguno de los dos y a juzgar por cómo se pasaban abrazando, creo que merecían el anonimato. ¿Con cuántos Huamanes y Ojedas habremos hecho sparring cuando se nos ocurrió tomar clases de box en el Club México? Teníamos 17 años y necesitábamos un permiso por escrito de nuestros padres. Manzur falsificó la firma de mi padre y yo la del suyo.
En “Fat City”, Gardner cuenta dos historias paralelas. La del maltraído Tully y la del joven pugilista Ernie Munger. Siempre nos imaginé a mí y a Manzur como Tully y Munger, dos boxeadores amateur de Stockton, California, en los años cincuenta. Naturalmente, en mi cabeza yo era Munger y Manzur el peleador acabado. Nunca se lo comenté, porque Manzur no lee libros ni le interesa el box de la misma forma fisgona que me gusta a mí.
El semi fondo enfrentaba a un grandote que parecía no llevar más de tres meses entrenando, más o menos lo que yo duré en el Club México. Manzur se quedó un par de meses más. El tipo entró al ring saltando y sonriendo. Le hacía señas a un grupo de amigos y parecía estar más concentrado en que le tomaran fotos. Su contrincante era un ex – kickboxer considerablemente más bajo. Si al verlo en la calle me pidieran que adivinase su profesión, diría sin dudas que el tipo pelea. Todo en él, desde su cabeza sin cuello hasta la cara aplastada y el tic con que bamboleaba las caderas en círculos, lo asociaban al gimnasio donde seguramente pasaba horas.
Manzur se inclina a su derecha y me habla al oído, pero apenas escucho. Siempre me pasa lo mismo en lugares concurridos. Casi nunca oigo a la persona que tengo al frente y por algún problema de filtro mental escucho sin problemas lo que otros discuten tres filas más atrás. Seguramente se trataba de uno de esos comentarios obvios que intercambiamos cuando vemos peleas, emitidos con la certeza que da la voz alta y con el sólo fin de demostrar lo mucho que sabemos de boxeo. “Tiene el jab muy flojo”, “Si no pega el mentón al pecho lo van a noquear”, “Que ataque la zona hepática” y otras perogrulladas que en el único lugar que no suenan ridículas es en el Club México.
El público comienza su propio ritual y los que no gritan instrucciones o recriminan a un peleador levantan sus puños en una pantomima de guardia pugilística, arrojando golpes al aire como si estuvieran en el ring. Arriba, el grandote se come combinaciones a la cara y al parecer espera a que su rival baje el ritmo para conectar una derecha que cree lo sacará del apuro. No sucede, y cada vez que la desenfunda su rival se hace un lado y lo castiga con un cross de izquierda.
Para el tercer round, el gigante apenas atina a cubrirse la cabeza con los guantes, pero es como si sus manos fueran transparentes. Los golpes conectan por entre sus brazos y no tiene forma de protegerse. El árbitro se interpone entre ambos. Le basta una mirada a las pupilas del grandote para aletear con los brazos en alto señalando que el combate terminó. La campana suena y la gente aúlla su descontento.
“Qué desastre”, le comento a Manzur, que ya va en su tercera cerveza y con la otra mano lee un mensaje de texto en su celular. Miro al ex – ministro, que se toma la cabeza y luego señala al ring. El grandote se tambalea, rumbo a su esquina. Sus rodillas ceden a su peso e intenta aferrarse a la cuerda con un brazo. No alcanza y cae sentado entre la segunda y la tercera. Antes que su esquina lo sujete, pierde el equilibrio y se va de bruces a la lona. Su cabeza rebota y su nariz se achata contra el piso.
La gente ha dejado de gritar. Los pies del boxeador caído cobran vida propia y dan unos espasmos que parecen shock eléctrico, como si su cerebro intentara volver a encenderse después de un corte de energía. Uno de sus cornermen le tira agua en la cara con una botella plástica, pero a menos que sea agua bendita, no entiendo qué bien le puede hacer. Esa es otra cosa que se me olvidó mencionar del Club México. Nunca en mi vida he visto un doctor al lado del ring.
No sé cuántos minutos pasaron hasta que a alguien se le ocurrió traer la camilla. El boxeador salió del ring en una procesión de familiares, jueces y el médico, un viejito de anteojos gruesos que llegó tarde y daba indicaciones con las manos en los bolsillos. Por los altoparlantes nos informaron que el peleador sufrió un ataque de epilepsia y “fue derivado al hospital”. La palabra derivado me causó risa, pero no alivio.
No presté atención al combate final. Un osornino alumno de Martín Vargas peleaba contra un argentino, pero tanto Manzur como yo no podíamos dejar de pensar en el semifondo y esas piernas que bailaban espasmódicas como un camarón en un sartén.
“¿Qué te pareció la velada?”, me preguntó mientras salíamos entre la gente cabizbaja. Manzur seguía invocando esa jerga boxeril que sólo usan los periodistas deportivos.
“Buena”, le respondí y agregué un “estuvieron buenas las peleas”, para sellar el diálogo. Lo único que quería era irme a la casa.
“¿Te animas a comer una parrillada en el Eladio?”
“No creo. Estoy cansado y mañana es el matrimonio de mi hermano” le dije, aunque no necesitaba excusa.
“Bueno, perrito, entonces será hasta la próxima vez que vengas a Chile”
Nos dimos un abrazo y cada uno subió a su auto. Leonard Gardner no volvió a escribir otra novela. Años después, publicó un cuento en The Paris Review, pero no tenía nada que ver con boxeo. Por mi parte, no he vuelto a ver una pelea desde esa noche en el Club México, aunque suelo releer “Fat City” por lo menos una vez al año.