Hasta el mes de junio de 2014, puede contemplarse y disfrutarse en el Museo de Segovia la exposición titulada Pedro Berruguete en Segovia. Si bien Pedro Berruguete (Paredes de Nava, Palencia, hacia 1450, Madrid, 1503) no es un desconocido absoluto, nunca había reflexionado sobre su trascendencia en el ámbito de la evolución artística. Con facilidad inusitada se olvida a quienes ocupan los umbrales o son goznes que unen distintas épocas. Nos deslumbra el resplandor intenso de los más grandes, quienes mejor brillan, y caemos en el torpe e injusto error de sospechar que sus hallazgos y logros han aparecido por generación espontánea o puro milagro, cuando en la práctica totalidad de los casos se trata de frutos injertados a una rama cuya savia ha nutrido su dulzor y plenitud. Pues bien, Pedro Berruguete ocupa uno de esos umbrales tantas veces echados en saco roto o poco tenidos en cuenta. Gracias a esta exposición se puede enmendar, al menos en parte, tal carencia, ya que durante estos meses podemos contemplar en el Museo de Segovia un puñado de sus obras, las que pintó en esta ciudad, al menos de las que hasta la fecha se tiene constancia. ( Amando Carabias María).
Pedro Berruguete en Segovia o el atisbo del Renacimiento. Por: Amando Carabias María.
Hasta el regreso de Berruguete de su estancia en la corte de Urbino, donde casi con total seguridad se le puede encontrar entre 1473 y 1483, la pintura de Castilla seguía manteniéndose en los cánones del gótico tardío y la influencia de la pintura flamenca.
Sin duda, ambas fueron también las materias primordiales durante los albores de su tarea pictórica. Estamos ante un pintor sin ancestros relacionados con el arte, por tanto de honda y sólida vocación que acaso gracias a algún pariente bien situado en la orden de los Predicadores (orden fundamental en su obra, también en la que hizo en Segovia), pudo desplazarse hasta Italia en torno a 1473, en concreto a la corte del Duque Federico de Montefeltro en Urbino, donde coincidió, entre otros, con Piero della Francesca. Se alude a referencias documentales en territorio napolitano donde fue conocido como Perus Spagnuolus; sin embargo, a pesar de la escasez documental que dé testimonio fehaciente de su estancia, algunos suponen que no se limitó a permanecer en la corte de Urbino, sino que llegó hasta Roma, donde pudo retratar al papa Sixto IV, pero nos movemos en el ámbito de la hipótesis, no en el de la certeza. Su obra culmen de aquella época es uno de los retratos maestros del Renacimiento: Retrato del duque Federico de Montefeltro y su hijo Guidobaldo, del que se puede contemplar una reproducción en la exposición que ahora nos ocupa. Con estas palabras incluidas en el cuidadísimo libro-catálogo que complementa la exposición, resume Pilar Silva Maroto la tarea de Berruguete: «concilió el arte flamenco y el italiano, aprendió a representar el desnudo, a reproducir el cuerpo en movimiento, se interesó por el escorzo y por la perspectiva desde un punto de vista bajo, no por la lineal ortodoxa para representar el espacio. Es decir tomó de los italianos aquello que le interesó en orden a renovar su estilo, sobre todo lo relacionado con la anatomía humana».
De vuelta en Castilla (en 1483 consta su labor en la catedral de Toledo), tuvo que conciliar su aprendizaje con las exigencias de quienes le encargan las obras (llamados comitentes por los especialistas), que no siempre están dispuestos a aceptar las novedades de los nuevos tiempos. Durante veinte años, hasta 1503, año de su muerte, deja muestras de su genio. Hoy día su obra se esparce por instituciones, museos, monasterios, iglesias, catedrales o palacios de Toledo, Burgos, Palencia, Ávila, Segovia, Madrid, Zamora, Tierra de Campos, Granada…
En las postrimerías del siglo XV Segovia fue una de las ciudades más pujantes en el contexto nacional: el poder de la Mesta y el crecimiento del negocio pañero eran la base de una prosperidad económica potenciada por la predilección que la dinastía Trástamara mostró por estas tierras, en especial Enrique IV, aunque también los Reyes Católicos frecuentaron la ciudad. Ambas circunstancias confluyeron para conseguir que la urbe embelleciera su acervo arquitectónico. Por esta época Juan Guas, arquitecto preferido de la reina, trabajaba en el claustro de la vieja catedral, en el Monasterio del Parral y en la reedificación del Convento de Santa Cruz la Real, fundación regia, cuyo prior por entonces era fray Tomás de Torquemada quien, como es sabido, tenía honda influencia en la reina. En este contexto de pujanza económica y poder político y religioso es en el que se sitúa la presencia en Segovia de Pedro Berruguete, aunque envuelta en numerosas sombras, debido a la escasez de testimonios documentales. Como ya se ha dicho, el pintor estaba ligado con los dominicos por lazos familiares, en concreto con Pedro González Berruguete, miembro influyente de la orden.
Si hoy podemos contemplar las obras que Berruguete dejó en Segovia, así como algo de la influencia que su presencia ejerció entre los artistas locales, se debe a la colaboración surgida entre el Museo de Segovia, el Cabildo, el Obispado y la Diputación Provincial, propietaria de algunas de las obras que se muestran, y, sobre todo, por la sabiduría, empeño, esfuerzo y sacrificio de unas personas muy concretas, muy cercanas, muy apasionadas con su tarea. Personas como Santiago Martínez y Susana Vilches, que (aunque que no les gustará que se diga), más que coordinadores y comisarios de la exhibición, son su alma y motor.
Una vez fuera de las salas, me doy cuenta de que su título acota bien sus objetivos: mostrar en público la tarea del pintor palentino en Segovia, así como la influencia de su obra en los artistas locales; dicho de otro modo, con esta exposición tenemos la gran oportunidad de contemplar la obra de uno de los personajes claves para explicar cómo entra el Renacimiento en Castilla. Con Pilar Silva Maroto, máxima experta de la vida y obra de este pintor, se puede afirmar que su pintura no es: «(…) ni italiana ni flamenca, pero tampoco castellana, sino una síntesis de los tres elementos que contribuyeron a la formación de su estilo». Es decir, su obra es el resultado de un cruce de caminos entre un momento de especial efervescencia cultural, y su excepcional mirada, observadora e inquieta que se nutrió de estos elementos para avanzar, acaso para encontrar su voz, aunque quizá tuviera que atenerse más de lo que hubiera deseado a los gustos y costumbres de quienes le encargaban las pinturas. Al fin y al cabo entonces, como hoy, como siempre, quien paga, exige. El propósito de la exposición se consigue a través de las tablas que le vinculan con la ciudad segoviana. Estas obras constituyen el núcleo de la exposición, arropadas por un conjunto de piezas ilustrativas del ambiente cultural generado en Santa Cruz la Real, la Catedral y la corte del Alcázar y de la huella dejada por Berruguete en los artistas locales, tal y como se dice en el magnífico libro-catálogo que la complementa y en donde podremos ahondar todo lo que nuestros ojos han visto gracias a las aportaciones de Santiago Martínez, Susana Vilches (coordinadores y comisarios de la exposición y de esta pequeña joya bibliográfica), Pilar Silva, Fernando Collar, Santiago Egaña, Fermín de los Reyes, Cristina Gómez, Rocío Bruquetas, Carmen Vega, Marisa Gómez, Tomás Antelo, Ana Albar y Concepción de Frutos.
Es sorprendente, por no decir milagroso, que hayan llegado hasta nosotros la mayoría de las piezas que acabo de contemplar, una mezcla de azares y sucesos históricos que sin entrar en prolijos detalles quizá deban apuntarse ahora. Como ya está insinuado, la clave de la presencia del pintor en estas tierras se debe al Convento de Santa Cruz, fundación dominica protegida por los Reyes Católicos, en que durante el último cuarto del siglo XV convergen las circunstancias ya citadas anteriormente, lo que propició que el convento e iglesia, además de ser reedificado sobre el primitivo, fuera dotado con numerosas piezas de arte y objetos para el culto salidas de las manos de los especialistas más afamados. Según se desprende de los últimos descubrimientos publicados por el profesor Egaña, aunque sus conclusiones no son admitidas por todos los estudiosos y expertos, el artista palentino fue encargado de pintar el hoy desaparecido retablo mayor de la Cueva de Santo Domingo del que formaba parte la obra señera de la exposición: Cristo crucificado. Este asunto merecería un artículo por sí mismo. Apuntada queda la candencia del debate entre especialistas.
Sin embargo, tras la invasión napoleónica, numerosas vicisitudes arruinaron el convento, del que fue exclaustrada la orden dominica en 1836, quedando el inmueble y sus bienes en manos del Estado, quien a finales de 1843 lo cede a la Diputación como respuesta a su solicitud, pues este edificio es «único a propósito que existe en la población» para albergar los Establecimientos Provinciales de Beneficencia.
A pesar de su inconfundible autoría e innegable calidad, este Cristo crucificado apareció arrumbado y en lamentable estado de conservación en uno de los desvanes de la institución. En 1977 el profesor Fernando Collar de Cáceres publicó y atribuyó la tabla a Pedro Berruguete. Este hallazgo motivó que la institución provincial propiciara su primera gran restauración, aunque ha habido alguna otra posterior, y que este cuadro empezase a ser conocido por el público en general, no sólo por estudiosos y especialistas, ya que ha podido ser contemplado en diferentes lugares y exposiciones.
La que ahora nos ocupa, no es una muestra extensa, tampoco el espacio donde se ubica lo permitiría, salvo que las tablas o los lienzos se abigarraran hasta confundirnos. Esto no sólo no es un defecto, sino una gran ventaja pues permite la mejor y más placentera contemplación de las piezas mostradas. Pero es que, además, es más densa de lo que parece a primera vista. Sirve para que atisbemos la importancia de un pintor nacido a mediados del siglo XV en un pequeño pueblo palentino, sin precedentes artísticos entre sus antepasados, quien, a pesar de esta inicial lejanía del mundo artístico, se convierte en umbral entre dos épocas, entre dos conceptos ideológicos, casi dos mundos: el final del Gótico y el alba del Renacimiento en la áspera Castilla del poder regio que se asentó con mano firme en un inmenso territorio.
Esta tarde de enero, Santiago Martínez Caballero nos ha guiado y ha desmenuzado lo esencial, como si nos mostrara una hilera de ventanas, como si nos asomara a los paisajes que se esbozan tras sus cristales para que descubramos cuánta belleza desconocemos, como si nos invitara a pasar a habitaciones hasta ahora a oscuras o en penumbra y él —sabedor del interruptor que a nosotros se nos oculta— pulsara la llave que enciende la luz para que nos asombremos por las sorpresas que se almacenan allí dentro.
Al recorrer la muestra, me he dado cuenta del inmenso esfuerzo para que sea didáctica, es decir, se trata —y se consigue— que el visitante salga de ella con más de lo que entró. Y no sólo porque en su memoria se pueda alojar durante una temporada el recuerdo de algunas imágenes más o menos hermosas, sino porque este recuerdo se complemente con un nuevo conocimiento acerca de los motivos y las vicisitudes no sólo del artista, sino también de la época en que vivió y trabajó.
No puedo —ni tampoco debo— desvelar todo el contenido de lo que el visitante se encontrará en las salas que el Museo de Segovia dedica a muestras temporales. Aunque describiera en detalle cada pieza (bien originales como la imagen de Cristo atado a la columna, o los cuadros Virgen de la leche, Cristo crucificado, El éxtasis de Santa Teresa en la Cueva de Santo Domingo de Guzmán, La misa de San Gregorio, El milagro de San Gil o El retablo de Santa Marta; bien reproducciones como Vista de Segovia desde el Terminillo de Anton van den Wyngaerde, o el Retrato del duque Federico de Montefeltro y su hijo Guidobaldo o San Juan en Patmos; bien paneles explicativos sobre los resultados de estudios radiográficos y químicos de algunas obras; bien piezas complementarias e ilustrativas como La arqueta de San Corbalán, Las bulas de indulgencias para la fábrica de la Catedral de Segovia o las monedas de los tiempos de los Reyes Católicos), aún no me habría aproximado ni un ápice a la verdadera esencia de la exposición, que corresponde captar a cada quien a través de la contemplación.
. Esta visita me ha servido para tomar conciencia de que hemos llegado hasta aquí precedidos de otros que también se afanaron en su laboreo incansable y su determinación decidida. No hemos llegado por generación espontánea, ni, mucho menos, nuestras aportaciones son un milagro sostenido sobre la nada. Otros, al menos tan grandes como nosotros, como Pedro Berruguete, fueron inquietos, humildes y valientes. Inquietos para buscar fuera de su entorno algo que diera respuesta a sus anhelos; humildes para aprender de todo cuanto vieron; valientes para no conformarse con el refugio de la costumbre e hicieron síntesis en su obra de lo viejo y lo nuevo, con tanto acierto que su evolución personal se convirtió en camino por el que pudieron transitar otros coetáneos, un avance tan significativo que acabó siendo parte del umbral que dio paso al Renacimiento, agotado ya el modelo del Gótico.
Esta visita no llevará mucho tiempo, pero a poco que se abran los poros de la sensibilidad, éste será muy intenso, será como asomarse a un paisaje diferente, al de una nueva época, al atisbo del alba del Renacimiento.
*Las imágenes pertenecen al PDF que facilita la organización del evento.*
Flamenco Rojo
febrero 26th, 2014
Pedro Berruguete, un desconocido hasta ahora para mí. Más que un artículo es un ensayo. Enhorabuena escribidor.
Un fuerte abrazo,
Pepe Gonce