Esos soportales de las grandes ciudades con los viejos y alargados puestos de cambios de sellos, los rostros amarillos de los emperadores y generales, antiguos reyes que aún muestran fama, perfiles y cabezas sonrosadas, brillantes nucas, las manos ávidas de los febriles compradores pasan sus yemas por estos cartapacios transparentes que guardan sellos alineados, cuadriculados, ordenados, divididos en colores y épocas, los ojos de los vendedores y cambistas siguen el curso de las manos compradoras para que nada se pierde y estropee, han costado mucho estos sellos, han ido y venido sobre barcos de cartas, en las alas de los aviones, cabalgando sobre montes, escondidos en bolsas de carteros, han ido y venido en la superficie de los sobres dando fe rigurosa al papel, dando constancia de que aquella carta de amor o de traición llegaría a su destino, abriría o cerraría una franja de tiempo y los dedos que rasgarían el sobre encontrarían debajo unas líneas definitivas, la caligrafía de un desamor o de una ambición, a veces una secreta envidia o una conspiración embozada, líneas y palabras que ocultaban lo que parecían decir, en ocasiones revelaciones sorprendentes. ( José Julio Perlado).
Triunfo y caída de los sellos. Una aproximación a la Filatelia. Por: José Julio Perlado.
Ha habido en la Historia sellos enigmáticos, sellos que hablan. En 1912, la colocación calculada de unos sellos en una tarjeta postal – aparecían ocho sellos en distintos ángulos -, lo que realmente querían decir al que la recibía era “Quema mi carta”; en otro momento, según la colocación, “No puedo aceptar tus felicitaciones” o “Déjame solo con mi dolor y mi pena”. Era el enigma de la elección del sello, su elaborada colocación que solo el remitente imaginaba y cuya clave el otro traducía, colores y posturas que parecían ingenuas pero que ocultaban un misterio. Un sello colocado al revés en la esquina superior izquierda significaba “Te quiero”, un sello apaisado en el mismo lugar, significaba “Mi corazón pertenece a otra persona”.
Los sellos salieron a la venta el 1 de mayo de 1840 y fue un acontecimiento decisivo. El primer coleccionista de sellos fue una mujer en 1841. En “The Times” apareció esta noticia: “Joven deseosa de empapelar su salón con sellos de coreos cancelados ha recibido tal aliento en ese cometido por parte de amigos cercanos que ha llegado a reunir dieciséis mil de ellos. Pareciéndole estos insuficientes, quedaría muy agradecida a cualquier persona de corazón que posea estos objetos por lo demás poco útiles y que desee ponerlos a su disposición, colaborando así en su caprichoso proyecto”.
Ahora, ese “caprichoso proyecto” se ha convertido en reliquia de realidad. Al morir la carta, el sello se ha desprendido del sobre, ha volado desde las penumbras de las sacas de los carteros a las mesas de los coleccionistas que abren sus pliegos ante las manos de quienes se acercan, los dedos que palpan, los ojos que valoran los precios. Es un museo de cabezas de reyes que se alterna con insólitos paisajes, con banderas y recuerdos de conmemoraciones y con nacimiento de herederos. El sello va y viene en su caída valiosa y gloriosa bajo las columnatas de los soportales en las grandes ciudades. Febriles, los aficionados se agolpan acariciando piezas que se llevó el viento de la Historia, lenguajes ilustrados de otro tiempo.