«Porque el Señor os ha traído a tierra fértil,
una tierra de olivos y miel»
(del libro Deuteronomio 8,7-8)
Este ha sido un verano de pocas abejas, y las que he visto no tenían mucho aire de estar por la labor. En algunas salidas al campo me ha faltado ese zumbido de fondo –algo así como el de unas «vuvuzelas» con sueño, que competía con el canto de las perezosas cigarras en un alarde de sonoridad. Las he echado de menos, a las abejas, aunque confieso que nunca me he acercado demasiado a ellas. Las consideraba agresivas, y temerosa de sufrir alguna picadura me he mantenido a prudente distancia de donde sabía existían colmenas. Sin embargo, siempre he tenido una gran atracción por estos interesantes insectos, disciplinados, nunca ociosos y muy organizados, que han estado presente en la vida del hombre desde mucho tiempo, como lo atestiguan unas pinturas rupestres con escenas de la recolección de miel. Para los griegos la abeja era el símbolo de la obediencia y la miel bebida de los dioses, que concedía la inmortalidad a quienes la tomaban; también en Egipto conocieron sus propiedades beneficiosas para la salud y la empleaban en las ceremonias religiosas. En Roma, Plinio el Viejo la llamó «medicamento con propiedades benditas». Más cercano a nuestros días, un jóven Federico escribía estos versos:
La miel es la epopeya del amor,
la materialidad de lo infinito.
Alma y sangre doliente de las flores
condensada a través de otro espíritu.
(El canto de la miel, 1918).
( Pilar Moreno )
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