Con su habitual gusto y calidad, la editorial sevillana La Isla de Siltolá —dentro de su colección Arrecifes— ha editado en 2012 una antología de Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) a cargo del también poeta, crítico y traductor Jordi Doce (Gijón, 1967), titulada Un Centro Fugitivo que selecciona parte de la obra poética del placentino desde 1985 hasta 2010.
Mi aproximación a la poesía del extremeño es reciente y digamos que indirecta, pues me he acercado a ella, tras descubrir los textos que publica casi a diario en su blog personal. Este detalle lo señalo porque, en sustrato, está muy relacionado, a mi modo de ver, con el libro que ahora reseño. La lectura de sus entradas en el blog —normalmente breves, normalmente sobre libros o sobre la actualidad más próxima a su vida: Extremadura, Plasencia— me descubrió la escritura de un hombre que, hasta hace unos meses, era sólo un nombre con prestigio en el complejo entramado de la poesía. Esa escritura de tonos íntimos, apacibles, reflexivos y, al mismo tiempo, inquisitiva, penetrante, aguda y firme en sus convicciones, es decir una escritura sin estridencias, pero exigente, me ha ido seduciendo con el paso de los meses, hasta convertirse en una de mis primeras lecturas cotidianas, por cuanto, suele publicar en su bitácora a bastante temprana hora de la mañana, supongo que antes de acudir a su trabajo como maestro en Plasencia. A este propósito —no sé si anecdótico, aunque barrunto que no—, escribe en el poema “La noche sobre la lámpara” de Ensayando Círculos (1995):
No he vivido, confieso, a favor de la noche. Mi presencia es diurna. La luz a la que aspiro es blanca y la refleja el sol sobre las cosas (…)
Cuando supe de la edición de Un Centro Fugitivo, comprendí que era un buen modo de tener acceso a una obra que sin estridencias, pero con tenacidad y calma, ha crecido en esos veinticinco años que abarcan las fechas citadas más arriba. ( Amando Carabias ).
«Un Centro Fugitivo», Álvaro Valverde. Crítica por: Amando Carabias.
Además de seleccionar los poemas, Jordi Doce escribe un prólogo a la obra que considero necesario y muy útil para cuantos, como yo mismo, no hemos frecuentado en exceso la poesía de Álvaro Valverde. Así, en apenas dieciséis páginas, el crítico asturiano desbroza lo fundamental y marca las señas de identidad claves que dibujan la primera aproximación a la obra de Valverde a través de un breve recorrido sobre los libros publicados por el placentino. Tras la lectura de esta pieza, nada de lo que a continuación leamos —es decir los poemas— resulta del todo extraño a nuestra retina, aunque sea la primera vez que estemos antes ellos.
Comienza la antología propiamente dicha con los trece versos del poema titulado “Hojas de acanto y rosas” que, según confiesa el autor en una nota-epílogo, “no pertenece a ninguno de mis libros (…) pero (…) he llegado a considerar ‘núcleo germinal’ de toda mi poesía”. Un poema que declara o propone, por así decir, el horizonte al que aspira el poeta, no sólo vital, sino poético. Dicho de otro modo, tras leer este poema tendremos perfectamente centrado el escenario, el ritmo, el tono en el que se desenvolverá el resto de la obra:
(…) Obligarse a vivir con mansedumbre. Ni dormir ni siquiera estar despierto. No buscar sino amor.
Aquí, en el huerto sombrío donde las horas son luz tamizada y del limón aroma. Hagamos de este lugar un territorio.”
Y el resto de los más de setenta poemas que siguen a continuación no desmiente en absoluto semejante declaración.
Mientras transita los poemas seleccionados por Doce de los ocho libros de Valverde —más un manojo de inéditos—, el lector asiste a un proceso lírico y vital que nunca es brusco ni precipitado. Del modo natural en que fluye la existencia, va fluyendo su poética, hacia ese centro fugitivo que, acaso, pudiera ser la nada. Un fluir caracterizado por una mirada reflexiva ante el mundo y ante sí mismo, en la línea de la poesía meditativa y que entre nosotros tiene nombres tan significativos como Machado, Unamuno, Cernuda, Claudio Rodríguez…De este compendio se obtiene como resultado una escritura serena y clara, que huye de las piruetas formales y busca ahondar en el sentido último de las cosas. Es como si el poeta hubiera llegado a la doble conclusión de que su mundo reúne o acoge el mundo completo, y que el centro del mundo no está donde se le supone, mejor dicho, donde una determinada oligarquía pretende que creamos que está. Como muestra valgan estos versos de “Composición de lugar” que forma parte de su libro Ensayando Círculos (1995):
Ha sido una costumbre ver la vida desde este mirador lejos de todo (…) En este observatorio un lugar cóncavo: en el caben los libros y los mares, las ciudades, las islas y los hombres. A su modo contiene el infinito
Junto con esta actitud de ‘vivir al margen’ en propia expresión del poeta, sabiendo que ese alejamiento sólo es supuesto, otro de los acentos que caracterizan —a mi modo de ver— la poesía de Álvaro Valverde es la profunda mirada sobre su interior, sobre su modo de estar, de vivir en mitad de este mundo y de esta existencia.
Hay una aguda conciencia de sí mismo, pero carente de sentido autocomplaciente o narcisista. (En más de una ocasión aparece el rostro del poeta reflejado en un espejo de agua, pero nunca es un rostro para la recreación, sino un rostro a quien inquirir). Como bien advierte Jordi Doce en su introducción, Álvaro Valverde recurre con acierto (sobre todo en la última parte de su obra) al monólogo dramático, e incluso al uso de la segunda persona a modo de interpelante de sí mismo. Es como si el poeta extremeño hubiese hecho caso al consejo machadiano, y conversara muy frecuentemente con quien con él camina, porque quizá —aunque nadie pueda asegurarlo— quien habla consigo, con Dios espera hablar un día. No me resisto a dejar aquí la primera parte del poema “Leyéndome a mí mismo” incluido en A Debida Distancia (1993):
Soy un hombre que habla, hace una pausa, escucha, y después sigue hablando sin otra pretensión que ese relato menor y fragmentario que ofrece a quien espera unas u otras palabras e inclusive el silencio; ese silencio, acaso, capaz sólo en sí mismo de encerrar como un cofre una opaca elocución, de dotar de sentido el negror de un presagio. […]
Quizá debiera detenerme en otros aspectos de la poesía de Álvaro Valverde; por ejemplo, su afán lector, provocador de muchos de sus poemas, como si así dialogase con el otro autor; o el proceso de ahondamiento en la realidad como camino hacia la verdad; o la búsqueda del silencio y la soledad; o su afán por acercarse a la naturaleza —tan próxima en su territorio cotidiano, Plasencia— manteniendo el equilibrio entre el campo y la ciudad; o el caminar (de nuevo un eco machadiano hecho vida) como actitud vital; o el constante regreso a la memoria del tiempo, la mayoría de las veces como añoranza de la felicidad perdida; o cierta búsqueda de trascendencia que poco a poco se matiza; o la tendencia a la melancolía; o el acortamiento progresivo en el número de versos de sus poemas; o…
Pero no conviene alargar mis palabras, importa mucho más la lectura de sus versos. Basten pues estas notas para animar a acercarnos a esta obra que, presiento, no sólo resistirá el paso del tiempo, sino que a medida que éste avance, adquirirá una mayor resonancia que la que hoy tiene, pues, no en vano —como concluye Doce en su prólogo—: “(…) sólo el poeta dotado de una voz y un mundo personales, distintivos, es capaz de hablar en nuestro nombre, mostrar en qué radica nuestra vida. Pocos entre nosotros han sabido ejercer este magisterio como Álvaro Valverde, y hacerlo con su rigor, su apego a lo real, su hondura expresiva”.
Isolda
octubre 16th, 2012
Leo su blog a diario que me parece muy atractivo. Será hora de conocer su obra. Muy buen artículo Amando, nos has acercado a Valverde e incluso a Jordi Doce.
FlamencoRojo
octubre 16th, 2012
Gracias por la crítica amigo Amando, aunque Álvaro Valverde era un desconocido hasta ahora para mí.
Un abrazo.